Y por fín alguien dió al interruptor de la luz y le cortaron el pito a los angelitos. Se hizo la claridad y después de los pasillos verdes, los uniformes, los guantex de latex y el carrito de la merienda, bajar andando y los coches de frente que suben veloces.
Hacia el mundo de los vivos que se piensan inmortales.
Y apenas va a desembocar el Urumea, en su margen de Gros, el Bar Robinson. Un clásico antes menos frecuentado porque ya estaba el bar caduco, como los dueños, que eran uraños pero te acostumbrabas, todo por esa terraza con vistas a la ciudad y sus transeuntes. Sospecho que va a arder, el sol la bendice hasta la puesta, y la nueva gestión del Robinson mima los detalles y saben bien la joya que hay en sus manos.
Tengo la tensión que ni el paseo a pie ni el ratito sentada frente al puente ha mermado. Cuando llego a casa se traduce en despiste general, cosas que se caen de las manos y siempre se rompen, yo las veo precipitarse y el desastre es inminente, es necesario.
Anoche monté un cosmos en el suelo que incluso me emocionó, ultimamente los desastres cotidianos y vitales, se hacen bonitos y tiernos a la vez en su fallo o error. Tengo las yemas de los dedos conmovidas de su propia capacidad creadora.
Y llega la lucha, porque la autocontemplación y los despertares necesitan de su tiempo y la joyería tira del mío y es como una osa hormiguera que me absorve y doy vueltas por su trompa extraña hasta que consigo ver la luz, que siempre acaba teniendo nombre de joya.
Hoy he visto el futuro, y he visto el mar, tenía la fuerza del gigante y su espuma se elevaba con el viento y rociaba mi rostro limpia y clara.
A veces no dormiría porque la mente es inmensa. Pero para descansar también hay escuelas, sólo tienes que respirar.
❤️✨
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